martes, noviembre 28, 2006

EL ESPEJO INDISCRETO

Sergio Piro






El despertador sonó como siempre a las 7 AM. Nada haría pensar que ese día fuese distinto a otro para Juan, cuya actividad podía considerarse sin trascendencia para la mayoría de la gente. Como un rito religioso, aún cuando se tratara de un feriado o un fin de semana cualquiera, realizaba los mismos movimientos, el mismo esquema de su vida, que parecía ya diseñada de antemano.
Instintivamente completaba su cuidado personal, lavado de dientes, peinado, afeitada prolija y a comenzar el día con un buen desayuno, mientras ojeaba el periódico. Hasta aquí no existe en este relato nada que pueda aparecer como distinto de la mayoría de las personas de clase media que cumplen su rutina antes de emprender viaje hasta sus trabajos.
Pero Juan, a pesar de todo, era un tipo distinto. Observando sus costumbres, sobre todo en lo que se refiere a la lectura del diario. El no buscaba nada, sino que fijaba por largo rato su lectura en un lugar muy especial. Por lo general cuando uno quiere estar informado, le hecha una mirada a todos los titulares, y aun sin profundizar en las noticias, conoce lo que ha sucedido aunque más no sea a sus alrededores, pero en este caso solo accedía a los avisos fúnebres.
Esta costumbre parecía una obsesión en la mente de Juan, que conocía de memoria todos los nombres de muertos y familiares que aparecían en el diario. Tal era la minuciosidad con que leía la página necrológica, que hasta sabía donde velaban a cada uno, y cual empresa llevaba a cabo el servicio.
Tal vez, profundizando en lo más recóndito de su ser, pude ser que le regocijaba secretamente el hecho de que las personas que figuraban en esa lúgubre lista nada tenían que ver con él, y pensaba también en la intimidad que su morbosa actitud correspondía a su egoísmo personal.
Todas las mañanas, al llegar a su trabajo, comentaba con sus compañeros de la oficina, lo que había leído:
- ¿Saben quien murió? – preguntaba con ansiedad.
Al ver que nadie le respondía y que más bien no les interesaba su información, Juan tomaba la iniciativa,
- ¡Pedro Martínez!, el que se fue de l

EL ESPEJO INDISCRETO

EL ESPEJO INDISCRETO






El despertador sonó como siempre a las 7 AM. Nada haría pensar que ese día fuese distinto a otro para Juan, cuya actividad podía considerarse sin trascendencia para la mayoría de la gente. Como un rito religioso, aún cuando se tratara de un feriado o un fin de semana cualquiera, realizaba los mismos movimientos, el mismo esquema de su vida, que parecía ya diseñada de antemano.
Instintivamente completaba su cuidado personal, lavado de dientes, peinado, afeitada prolija y a comenzar el día con un buen desayuno, mientras ojeaba el periódico. Hasta aquí no existe en este relato nada que pueda aparecer como distinto de la mayoría de las personas de clase media que cumplen su rutina antes de emprender viaje hasta sus trabajos.
Pero Juan, a pesar de todo, era un tipo distinto. Observando sus costumbres, sobre todo en lo que se refiere a la lectura del diario. El no buscaba nada, sino que fijaba por largo rato su lectura en un lugar muy especial. Por lo general cuando uno quiere estar informado, le hecha una mirada a todos los titulares, y aun sin profundizar en las noticias, conoce lo que ha sucedido aunque más no sea a sus alrededores, pero en este caso solo accedía a los avisos fúnebres.
Esta costumbre parecía una obsesión en la mente de Juan, que conocía de memoria todos los nombres de muertos y familiares que aparecían en el diario. Tal era la minuciosidad con que leía la página necrológica, que hasta sabía donde velaban a cada uno, y cual empresa llevaba a cabo el servicio.
Tal vez, profundizando en lo más recóndito de su ser, pude ser que le regocijaba secretamente el hecho de que las personas que figuraban en esa lúgubre lista nada tenían que ver con él, y pensaba también en la intimidad que su morbosa actitud correspondía a su egoísmo personal.
Todas las mañanas, al llegar a su trabajo, comentaba con sus compañeros de la oficina, lo que había leído:
- ¿Saben quien murió? – preguntaba con ansiedad.
Al ver que nadie le respondía y que más bien no les interesaba su información, Juan tomaba la iniciativa,
- ¡Pedro Martínez!, el que se fue de la casa porque la mujer le metía los cuernos – agregaba – y también Mario Gordillo, ¿se acuerdan? El que se afanó la recaudación del club y nunca le pudieron comprobar nada.
Nadie le contestaba, y Juan comenzaba su tarea, no sin un gesto de contrariedad al comprobar la poca convocatoria que provocaban sus comentarios.
Al día siguiente, con regularidad matemática volvía a reproducirse lo acontecido en la jornada anterior, y Juan seguía su rutina de interesarse por las personas fallecidas, no para condolerse, sino como una suerte de deporte al que le agregaba comentarios acerca de lo que padecían en vida, esas personas.
Hay que destacar que la personalidad de Juan era patológica, y que toda su vida padeció de una obsesiva fobia a sus semejantes, producto de su egocentrismo y su morbosidad era motivada por el hecho de haber tenido algún contacto en la época de la dictadura con personajes muy siniestros, que le comentaban lo que ocurría con quienes eran “chupados” por las bandas parapoliciales.
Juan se regocijaba con los relatos macabros que le insinuaban como si fuera una simple novela de terror y que los actores eran solo de ficción, sin reparar en que se trataba en realidad de personas vivientes. Estaba acostumbrado a justificar las torturas y las muertes de los “subversivos”, porque los causantes de estas debían cumplir con su deber “patriótico” de aniquilar la “subversión”.
Sus compañeros de trabajo ya conocían sus ideas, aunque sabían que no había participado en nada que comprometa su pasado, pero si les producía rechazo esta forma de pensar, y sobre todo la forma de actuar con respecto a sus comentarios de los muertos.
En su mente perturbada había algo que inquietaba a quienes lo frecuentaban. A pesar de que escondía su verdadera personalidad, Juan sabía que en otras épocas, y tal vez por ingenuidad o por maldad había delatado a muchas personas que luego fueron desaparecidas. Sus amistades dejaban mucho que desear en ese entonces y él estaba convencido que esas desapariciones eran merecidas.
Es cierto que no era él solo que pensaba así. Y es por eso que ocurrió lo que ocurrió. Pero en este caso particular, Juan podría tratarse de un colaboracionista “pasivo” o más precisamente un “idiota útil” que no podía discriminar entre el bien y el mal por su propia deficiencia intelectual.
Pero además podría decirse que también era un compendio de hipocresía, con lo que muchos sujetos de esta calaña matizan todos sus “méritos”: la xenofobia, el desprecio por los pobres, los negritos, los judíos y la indeseable y malintencionada viveza criolla, eran otros ingredientes de un mismo plato.
Uno de esos días tan oscuros como intrascendentes en la vida de Juan, sucedió algo totalmente inesperado e insólito. Luego de su rutina diaria, de cada mañana, comienza la lectura del diario, en la única pagina a la que le daba importancia, la de los avisos fúnebres. De pronto se pone pálido y un sudor frío le recorre el cuerpo. Mira a su alrededor, nervioso, sin atinar mas que a emitir un grito ahogado, de angustia.
Su familia compuesta solamente por su mujer y el perro, ya que sus dos hijos habían ya emigrado de la casa por no soportar las desagradables discusiones con su padre, estaban ajenos por completo a lo que sucedía.
Se restregó sus ojos, se golpeó la mano contra la pared para saber que no estaba dormido y volvió la vista al diario. Pero seguía estando en esa misma sección. El aviso fúnebre con la cruz al lado, la iniciales Q.E.P.D. y su propio nombre, JUAN JOSE DIAZ, con la fecha de su fallecimiento, y los nombres de los deudos. El lugar del velatorio también figuraba en el aviso.
Juan no atinó ni siquiera a llamar a su mujer para confiarle tamaño hallazgo. Luego pensó que se trataba de una broma de mal gusto que alguien le habría gastado, de los tantos enemigos que se supo conseguir en toda su trayectoria de mala persona.
Lo cierto es que al verse su propio aviso, aún después de recuperarse de la primera impresión, no era para nada buena su postura de personaje sobrador, sino que por el contrario, sentía como una opresión que lo sacudía y a su vez bronca por pensar en que alguien pudo ocuparse de llevar al diario ese aviso.
Ensimismado en sus pensamientos, llega a la oficina, esperando que allí alguien le comentara algo, que alguien le dijera tan solo alguna frase aunque sea jocosa, para descifrar sus sospechas. Pero todo el mundo lo ignoró y ni siquiera repararon en la tremenda preocupación que lo aquejaba, como si nadie hubiera leído el diario ese día.
No pudo concentrarse en su trabajo y comenzó a recordar algunos diálogos que había tenido con sus compañeros de oficina. También comenzó a revivir muchos instantes de su vida, como si una fuerza superior lo llevara a eso.
Le vino a su memoria, los momentos en que él se regocijaba con las desgracias ajenas, sorprendiendo a quienes lo escuchaban. Jamás había pensado en realizar ningún tipo de caridad ni condolerse por el prójimo. Los pobres tenían siempre la culpa de lo que ocurriera, aún en las catástrofes o los accidentes.
Tan concentrado estaba que no reparó en la hora de salida y solo tomó conocimiento de ello al darse cuenta que no había nadie en la oficina, y que solo estaba el portero como esperando que se fuera.
Cuando salió a la calle, dudó un instante y sin pensar mucho se encaminó a la dirección que marcaba “su” propio velatorio, tal vez instintivamente o por esa curiosidad que invade al ser humano cuando hay un evento desagradable. Por un momento pensó que alguien lo seguía y que desde algún escondite ese alguien estaría muerto de risa al verlo llegar.
Pero no fue así y Juan llegó hasta el lugar indicado. Un sudor frío y un temblor sacudieron su cuerpo. No sabía bien con lo que se iba a encontrar. Para colmo las calles estaban desiertas ese día, como si alguna tormenta pudiera desatarse. Nadie lo siguió, ni tampoco encontró ninguna persona como para justificar sus temores, o sus sospechas, de algún acto jocoso por parte de alguien desaprensivo.
Lentamente y con un gran temor traspasó el umbral de la casa de duelo, que se encontraba en ese momento desierto. Miró a su alrededor y no pudo descubrir nada, solo que en la cartelera donde indica el nombre del finado, aparecía con letras blancas sobre un fondo negro su nombre completo y el departamento que se realizaba el velatorio.
Ya sus piernas se le aflojaron, y sintió un temblor más intenso, taquicardia y sed de aire. Era imposible avanzar en esas condiciones, pero nadie salió en su ayuda, por lo que se dejó caer pesadamente en un banco que estaba en el pasillo para reponerse.
Por un instante pensó en volverse a su casa, pero algo lo retenía y una fuerza superior le dio el ánimo suficiente como para seguir avanzando hacia el final del pasillo iluminado al fondo con una luz tenue. Hacia el final del mismo paso la puerta que comunica con una antesala donde normalmente se reúnen los deudos. Miró hacia la otra sala, que tenía la luz prendida y fue acercándose lentamente, sobreponiéndose al pánico.
 Un sudor frío le corría por su frente. Temblando como una hoja se introdujo en la otra sala donde se encontraba el tétrico cajón que contenía en su interior un cuerpo rígido, sin vida. Casi automáticamente llevó su mirada hacia el interior y quedó inmóvil sin poder creer lo que veía. Ese cuerpo inerte que se le presentaba a su vista era exactamente el suyo propio. Pero más grande fue su sorpresa cuando esa visión comenzó a emitir una voz idéntica a la suya. Era imposible para Juan dar crédito a lo que estaba ocurriendo, hasta que se escucho esa voz que le decía.
- Hola, te estaba esperando. En realidad hace rato que debías haber venido. Quiero darte la bienvenida antes de hablarte de lo que debemos hablar.
Juan estaba tan pálido que era difícil distinguir cual era el muerto. Ya ni siquiera podía atinar a salir del lugar. Estaba paralizado, inerte, incrédulo de lo que estaba pasando.
- Tenemos mucho en común que decirnos, en realidad yo soy tú y tú eres yo pero tal vez será difícil que lo entiendas. En realidad soy una prolongación de tu conciencia. – A esta altura la “voz” comenzaba a hacerse más fuerte y se parecía a la propia voz de Juan.
- Tú y yo somos lo mismo, hemos sido tan miserables y tan viles que no será fácil poder recomponer esta figura. – Y aquí comenzaba a dirigirse al propio Juan como si fuera su conciencia.
- Hagamos un ejercicio de la memoria – Prosiguió- Desde el comienzo de tu vida independiente siempre buscaste el acomodo, el buen pasar. Nunca te importó lo que le pasaba a tus semejantes. Cuando ibas a la escuela, siempre mentías a tus compañeros y te deleitabas viendo como a otros les iba mal. A tus maestros y profesores también le mentías y les contabas todo lo que hacían ellos, aún sabiendo que los perjudicarías. ¿Me vas siguiendo, Juan?
- Sí...sssi. – Contestaba Juan casi sin voz-
- En muchas ocasiones mirabas con envidia a quienes tenían más iniciativas, o a quienes les iba mejor, porque tenían mejor predisposición. Mas adelante cuando comenzaste a trabajar, eras el más adulón de los patrones, y el que buscaba el acomodo por sobre todas las cosas, sin importarte que tu actitud iba a molestar a los demás. Siempre estabas alerta para alcahuetear y chuparle las medias a tus superiores.
A esta altura Juan ya no podía mantenerse en pié y optó por sentarse en uno de los asientos que rodeaban la caja mortuoria. No entendía nada de lo que estaba ocurriendo.
- Pero hasta aquí, si bien lo hecho por vos fue deleznable, falta la peor parte de tu vida. Cuando hiciste el servicio militar, eras el peor de todos, siempre robando a tus compañeros y acusando a otros de las maldades que vos mismo cometías. Nunca fuiste de frente a discutir ni a presentar tus ideas, sino por el contrario, escondías tu verdadera personalidad.
- No... pero... yo... no... es decir... – balbuceó Juan.
- Si, no me digas nada, no trates de justificarte conmigo, que soy tu mismo espectro. ¿Té acordás lo que pasó durante la dictadura militar? Por qué fue una dictadura ¿no? Bueno, vos estabas muy relacionado con... si esa gente... si, esa que vestía uniforme o no, pero que vigilaban permanentemente los movimientos de los “sospechosos”. Nunca te remordió la conciencia el hecho de haber sido el causante de la desaparición de personas. En realidad siempre fuiste un gusano, un esclavo de quienes idearon la masacre y utilizaron a imbéciles como vos para esos inconfesables fines. Tal vez algunos de tus “amigos” podrían haber pensado que lo que hacían era “por la patria”, pero no era el caso tuyo ni el de la mayoría de esos criminales. Sabían muy bien lo que estaban haciendo y eran conscientes de los fines inconfesables que perseguían.
- Es que yo... ni siquiera sabia... lo que estaba pasando- alcanzó a emitir Juan.
- No mientas a tu propia conciencia. Vos sabías perfectamente que con tu actitud eras el causante de muchas tragedias, de la desaparición de bebés, de la tortura de madres embarazadas, de la violación y muerte de jóvenes, de la muerte de monjas, curas, padres, madres, mujeres, niños.
- ¡Basta... basta! – Gritó Juan - ¡No aguanto más...! ¿Hasta cuando tengo que seguir con esta pesadilla? Quiero despertarme de una vez.
- No serás vos quien lo decida, tampoco podrás despertar, porque nunca estuviste dormido. Todo lo que hiciste fue a conciencia. Nadie te lo obligó a hacer. Tu alma de arrastrado y de miserable ha sido la causa. Nunca estuviste ni siquiera por un instante del lado de los que sufren, mas bien has estado siempre trabajado para hacer sufrir a los demás.
- Yo nunca quise... hacer mal a nadie. Solo me defendía... - atinó a decir Juan.
- Es cierto, que te defendías, pero siempre haciendo que otros sufrieran las consecuencias. Nunca defendiste a nadie, solo echabas culpas a otros. Los delincuentes eran los “subversivos”, jamás decías que quienes abusaban del poder, torturaban, asesinaban, robaban niños, violaban mujeres embarazadas y luego les quitaban sus bebés, se apropiaban de bienes que no les correspondía y muchas otras “bondades” eran unos miserables y cobardes que se amparaban en sus uniformes para todas esas acciones.
- Y... yo nunca pensé que fuera de esa manera... - decía Juan con voz lastimosa – A mí siempre me enseñaron que esos comunistas... en fin... eran... eran...
- ¿Eran que?- respondía el “espejo” – ¿qué pensabas que eran? ¿De otro planeta, quizás? ¿O demonios que debían ser exterminados? Además ni siquiera reparabas en que no eran solo militantes, ya que muchos no sabían en absoluto lo que pasaba. Por supuesto que a vos no te importaba nada con tal de acomodarte a las circunstancias, querías quedar bien con los que mandaban y por eso los denunciabas.
- Si pero yo creía de todos modos que estaba haciendo un bien a la comunidad... – pretendía defenderse Juan
- No trates de justificarte y menos conmigo que soy tu espejo, tu conciencia, fíjate alrededor tuyo, Estas rodeado de fantasmas, de todos aquellos que desaparecieron por tu culpa.
Juan dio vuelta su cabeza y se encontró con una cantidad de personas que estaban en la sala. Quietos, serios observando, escuchando el diálogo. Comenzó a temblar como si una corriente eléctrica pasara por su cuerpo. No reconocía las caras, pero se imaginaba quienes podrían ser. Sin pensar, y casi como obligado, trató de hilvanar algunas palabras.
- Yo creí... estaba seguro que debía ayudar a exterminar a los “subversivos”, esos... apátridas que atentaban contra el “ser nacional”... Ellos... ellos... fueron los responsables de la intranquilidad que se vivía y yo... bueno yo solo... di algún nombre... avisé... en fin.
La voz de Juan se duplicaba, salía a dúo con el cadáver que yacía en el cajón. Y mientras hablaba, la gente que estaba alrededor se lamentaba a coro...
- Uuuhhhh!... Uuuuhhh!
- No es posible que no te des cuenta... - continuó el cadáver – que no alcances a mirarte, yo soy tu espejo, estás muerto Juan, nunca fuiste... en fin... un ser humano normal. Cuando tu primera mujer se cansó de vos y se fue de tu casa, vos creías tener razón. Cuando tus hijos te dejaron, pensaste que eran unos desagradecidos. Tus compañeros de trabajo ni siquiera te escuchan, porque no te quieren, por el contrario te odian... Y toda esa gente que está detrás de ti son los fantasmas de tu propia conciencia. Solo me tienes a mí con mis indiscreciones, pero en algún momento estarás aquí adentro de este ataúd fusionado conmigo...
A esta altura del dialogo, Juan no podía mantener su compostura, no podía hilvanar una frase. Estaba aterrorizado, destruido. Le daban vuelta en su cabeza el recuerdo de los tiempos vividos, recordaba sus incursiones en las asambleas universitarias, para después informar a sus “superiores”, el seguimiento que hacía de “sospechosos”. También recordaba cuando se infiltró en distintas organizaciones populares, gremios e instituciones culturales, deportivas, etc. Todo lo que su mente enferma le devolvía, refregándole la realidad en su entorno.
Él estaba allí, en su caja mortuoria, pero a su vez se palpaba, estaba vivo y como un espejo se veía a través de la muerte, que indiscretamente revelaba su vida.
Los fantasmas se acercaban cada vez más, lentamente, en silencio, y el cuerpo yaciente esbozaba una sonrisa de dolor, sin parecerse a nada. El ruido del silencio taladraba las entrañas de Juan, inmotivado, inmóvil. No sabia si era un sueño o realmente estaba ocurriendo todo.
- ¿Cómo se puede ser tan vil? – Se preguntaba a sí mismo a través de su “muerte” - ¿Por qué he hecho todo esto? Cuando mi esposa me dejó yo... bueno... creía que yo tenía razón, y que los golpes que le daba eran porque se los merecía.
- ¡No hables mas! – Se escuchó decir en la sala – Es imposible que pueda justificar tu actitud. Estás condenado, vivirás algunos años más para sufrir, antes de irte con esa... ese cascaron. Has sido un miserable, deleznable ser viviente. Ni el infierno sería tu peor castigo. Has colaborado en cuanta masacre estuvo a tu alcance. Traicionaste la confianza de tus más íntimos amigos, denunciándolos. Y todo ¿para qué? ¿Por qué fuiste tan malvado, tan arrastrado, tan ruin? Si, ya sé, a tu mejor amigo lo denunciaste para quedarte con su mujer, pero como ella no te correspondió, también la denunciaste a ella, antes que te descubra. También hiciste de mercenario. Por unos pocos pesos les arruinaste la vida a muchos de tus compañeros de trabajo. No te importó ser el causante de la desaparición de niños, jóvenes soñadores, mujeres, padres de familia, nada te importó. Fuiste un servil de otros serviles como vos, para beneficiar a los más poderosos. Los militares para los cuales vos trabajabas ¿A quien defienden? ¿Cuáles son los valores morales que representan? Solo basura, servilismo puro de quienes tienen el poder. Y lo peor es que lo hacen por migajas que arrojan con una sonrisa infame, deleitándose por los logros de su comprada fidelidad.
- ¡Noo!... – decía Juan, con un hilo ve voz – Yo... no hice eso... es decir. no fue por mi propia voluntad. En realidad... me convencieron que lo debía hacer...
- Eso es mentira, nunca tuviste la menor intención de hacer algo bueno, algo por los demás – decía otra voz – Eres un miserable con todas las letras. Estás condenado. Ni tu conciencia es confiable. Estas muerto aunque vivas y ni el polvo de tus huesos te redimirán por lo que hiciste.
De pronto se levantó un humo que envolvía las figuras que se movían muy lentamente detrás de Juan, y fueron desapareciendo paulatinamente una por una. Nuevamente quedaron el cajón con el cuerpo inerte de Juan y el propio Juan vivo. Cuando éste se acercó tomando coraje hasta el ataúd, el contenido desapareció, dejando un aroma nauseabundo. Inmediatamente y ante la sorpresa del protagonista, también desapareció el cajón y todo lo que lo rodeaba.
Ante semejante cuadro, Juan no sabía ni donde estaba parado, retrocedió unos instantes, pensó que había despertando de una pesadilla, pero cuando recobró su estado se fue caminando despacio y salió a la calle tratando de ver en la gente que pasaba, algo distinto.
No había cambiado nada. El día era soleado y todos pasaban caminando tranquilamente, las parejas se besaban como si estuvieran solos en el mundo, los muchachones decían piropos a las jóvenes que salían de algún colegio. Personas con sus maletines, trajeados y sonrientes tal vez por haber hecho algún buen negocio, otros rostros preocupados, algunas amas de casa con sus bolsas de compras. Vendedores ambulantes que vociferaban sus ofertas, gentes distraídas que miraban los carteles de las calles buscando la que debían tomar. Algunas señoritas con minifaldas mostrando sus bien torneadas piernas, que atraían las miradas de los caballeros, en fin, todo lo que en un mundo normal puede verse.
Juan caminaba lentamente, sintiendo envidia por tanta normalidad y tanta belleza de las cosas cotidianas. Estaba realmente abatido porque en el fondo odiaba al género humano y se odiaba a sí mismo. El fantasma de su pasado lo perseguiría hasta la eternidad y la oscuridad de su ser era aquella constante que no podría dejar jamás. Solo, caminaba como un autómata y su figura iba desapareciendo entre las sombras sin dejar ni siquiera un recuerdo. Su espejo le había revelado toda la maldad que él representaba. Solo quedaba como un ejemplo de lo que no se debía ser jamás, y que el castigo llega tarde o temprano.